Por Gonzalo Durán
Economista de la Fundación Sol
Publicado originalmente en El Mostrador
Las últimas semanas han sido particularmente intensivas en cuanto a la presión de los grupos de interés empresariales en torno a la discusión por la reforma laboral. Las poderosas patronales (CPC, Sofofa y Asimet) han expuesto públicamente su parecer a la idea de fortalecer a los sindicatos. La opinión unitaria de los empresarios apela a la idea de la libertad: el sindicato fuerte afecta a las empresas en sus libertades de acción (dicho en otras palabras, afecta la libre determinación de su tasa de ganancia).
Pero ¿qué es un sindicalismo fuerte? Una posible respuesta podría ser: el sindicalismo fuerte es aquel que es masivo, con negociación colectiva de alta cobertura y huelga paralizante. El sindicalismo débil, el de escasa cobertura y con huelga limitada. El chileno, es un sindicalismo pulverizado: la mitad de los sindicatos activos tiene menos de 37 socios, 92 de cada 100 trabajadores asalariados no negocian contratos colectivos y quienes pueden hacerlo (los 8 de 100), enfrentan procesos huelguísticos muy restringidos bajo la permanente amenaza de los rompehuelgas (práctica en extremo escasa a nivel comparado).
Los agentes de la Dictadura capitaneados por José Piñera estamparon un sello nuevo al sindicalismo, uno diametralmente distinto al que se tenía en el período ascendente. De un sindicalismo de vanguardia, de avanzada, ofensivo, con vocación de poder, político y conductor de transformaciones sociales, se impuso uno con una filosofía funcional a la maximización de ganancias y a la minimización de costes empresariales.
Pero no siempre fue así.
El dictador Augusto Pinochet y su ministro del Trabajo, José Piñera. 1979
Previo al golpe militar, el sindicalismo chileno tuvo su “período ascendente” en la historia nacional. Entre 1964 y 1973, hubo crecimientos sindicales de 2,3 puntos porcentuales promedio por año, llegando a un 34% de tasa de sindicalización durante el Gobierno del Presidente Salvador Allende. A ese ritmo, para inicios de la década de los 80, Chile debiese haber tenido una tasa de sindicalización cercana al 50%. Pero la historia fue otra.
Tras el golpe de Estado, devino un período de prohibición para negociar colectivamente y, ya en 1979, Chile tenía un nuevo marco legal regulador de la actividad sindical. Ese mismo año se restaura la posibilidad de negociar colectivamente, pero la filosofía política fue completamente distinta.
Inspirados en Hayek y Friedman (famosos economistas neoliberales), los agentes de la Dictadura capitaneados por José Piñera estamparon un sello nuevo al sindicalismo, uno diametralmente distinto al que se tenía en el período ascendente. De un sindicalismo de vanguardia, de avanzada, ofensivo, con vocación de poder, político y conductor de transformaciones sociales, se impuso uno con una filosofía funcional a la maximización de ganancias y a la minimización de costes empresariales. En esa ecuación, el sindicalismo de empresa y despolitizado que impulsó la Dictadura de Pinochet sería la pieza maestra del proceso de acumulación por desposesión: el infravalor del trabajo se constituye así en la vela propulsora de las tasas de ganancias para los dueños del capital.
La línea de pensamiento de Von Hayek y de Friedman fue desarrollada por José Piñera y los golpistas de la época (ver Actas del Plan Laboral, Piñera 1990, Narbona 2014) y ante la imposibilidad práctica de prescindir de las organizaciones sindicales, el segundo mejor fue constituir un Plan Sindical que fuera afín a los objetivos del libre mercado, un sindicalismo que no amenazara la tasa de ganancia, es decir, “disciplinado por el mercado”.
La configuración institucional ad hoc a los intereses empresariales fue (es) una que no pusiera obstáculos en el camino a la libre acumulación de capital: una negociación colectiva a nivel de empresas (el más fragmentado), de baja cobertura y con huelga inocua: una verdadera gallina de los huevos de oro.
Han pasado exactos 35 años y 4 meses desde que en Chile se impuso una nueva filosofía política para la acción colectiva organizada en sindicatos. Lo más llamativo: después de 5 gobiernos postdictatoriales, la ideología neoliberal sigue intacta.
Tal y como está, la negociación colectiva no opera como herramienta distributiva que legítimamente dispute la producción y el valor generado. Ya lo proyectaba José Piñera: “La negociación colectiva en ningún caso ha de ser un mecanismo para redistribuir los ingresos o riqueza en el país”.
Para revertir este panorama, liberar el nivel de la negociación (negociación por rama), establecer un derecho a huelga sin restricciones, además de poner fin a los rompehuelgas, son condiciones sine qua non.
El alto empresariado sabe que este es el quid del asunto, la reforma propuesta es tímida en desplegar una nueva filosofía política para la acción colectiva (no se hace cargo de la importantísima negociación colectiva por rama de actividad), y esa falta de convicción es la que se jugará en el Parlamento, con lobby de los grupos dominantes. Ellos bien saben que este será el terreno donde se dispute el valor de la producción para los próximos años. En ese espacio, ellos no quieren ceder ni un ápice de sus privilegios logrados en Dictadura y mantenidos con posterioridad. Su intención, además de respaldar la ideología neoliberal (esa que detesta a los sindicatos) es mantener sus anchas libertades para imponer un bajo valor del trabajo funcional a su dinámica de acumulación de ingresos.
En este Chile, donde el 70% de los trabajadores gana menos de $426.000 líquidos y donde el 1% más rico acumula el 31% de todos los ingresos, ¿cambiará en algo la filosofía política de la negociación colectiva?
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