Esa suerte de estado de ánimo de la política que se decretó bajo la fórmula del realismo sin renuncias tiene en la discusión sobre la reforma laboral un amplio campo de despliegue. La concertada concentración de opiniones de las últimas semanas, encabezada por economistas que desempeñaron roles de gobierno precisamente en los períodos en que se impidieron los cambios laborales que al comienzo de la actual administración aparecían como necesarios y evidentes, llama al realismo y anuncia, una vez más, todo tipo de catástrofes si es que se aprueban las pocas innovaciones que hoy se mantienen vigentes en la discusión.
La paradoja está en que dichas posiciones adolecen de realismo. En primer lugar, las críticas sobre el término de cualquier reemplazo, de trabajadores y de las funciones que ejercen, en caso de huelga, obvian una cuestión elemental: la huelga constituye el fracaso de una negociación entre dos partes. Sin embargo, se la presenta como si fuera una decisión arbitraria y exclusiva de los trabajadores, en circunstancias que cualquiera que haya tenido cercanía con procesos de esta naturaleza habrá podido advertir que la decisión de ir a la huelga es adoptada como un recurso final frente a la negativa del empleador a ceder posiciones y conlleva para los trabajadores, generalmente pobres y únicos ingresos de sus familias, un escenario de enorme sacrificio y riesgo, pues dejan de percibir sus modestos salarios y se exponen a las represalias del empleador.
En segundo lugar, nada se dice sobre el carácter de derecho fundamental de la huelga como parte de la negociación colectiva. Esto no es meramente declarativo pues supone que las regulaciones y restricciones que se le pretendan imponer deben cumplir, entre otras condiciones, las de ser proporcionales y no afectar el contenido esencial de ese derecho. Pues bien, ese contenido esencial no está dado simplemente por la facultad de los trabajadores de dejar de trabajar, sino que esa paralización debe poder afectar el normal funcionamiento de la empresa. Aplicar restricciones que eliminen a atenúen hasta hacer inocuo dicho factor deja sin sustento lógico al derecho y lo desnaturaliza en su esencia.
En tercer lugar, está ampliamente acreditado que la oprobiosa desigualdad que el país arrastra está dada por la enorme diferencia de ingresos entre la elite y la inmensa mayoría de los chilenos que viven de un salario que para la mayor parte de ellos es inferior a dos sueldos mínimos. La negociación colectiva, con huelga efectiva como parte de ella, debiera ser el mecanismo fundamental para reparar progresivamente esa diferencia abismal, permitiendo una mejor distribución de la riqueza que la actividad económica genera y que los trabajadores hacen posible. Es evidente que normas que no corrijan efectivamente “la falta de dientes” de la negociación no permitirá, una vez más, hacerse cargo de esta imperativa urgencia.
Las comparaciones con otros países de la OCDE en esta materia son parciales e interesadas al no considerar los múltiples aspectos en que los procesos de negociación colectiva de esos países se distinguen de la precaria realidad chilena. Por esos lados, las negociaciones son altamente centralizadas (nacionales, ramales, sectoriales), con amplios niveles de acuerdo que benefician a ambas partes y con desacuerdos que pueden suponer la paralización efectiva de casi cualquier actividad. De vez en cuando, las noticias internacionales muestran a pasajeros esperando largamente en aeropuertos de toda Europa pues los pilotos de las grandes líneas aéreas han hecho efectiva la huelga y, a pesar de las evidentes incomodidades, a nadie se le ocurre tomar medidas que restrinjan ese derecho.
El realismo conservador en la discusión legislativa sobre la reforma se impuso al cerrar las posibilidades de que se abordara el único aspecto verdaderamente estructural que se debe acometer para disponer de un sistema de relaciones laborales equilibrado para Chile, cual es la negociación inter empresas. Elevar las tasas de negociación sobre el 10% que mantenemos hace décadas no será posible en una realidad productiva como la nuestra, en la que la mayor parte de las empresas tienen menos de veinte trabajadores. Mantener los procesos de negociación circunscritos a cada empresa implica que un derecho que el Estado reconoce formalmente a sus ciudadanos no va acompañado de normas y procedimientos que hagan posible su efectivo ejercicio.
Si bien parece que el actual proyecto no abordará la solución de esta deuda histórica, al menos debe cautelarse que solucione las debilidades de la limitada negociación colectiva de la que hoy se dispone y, en materia de huelga, titularidad sindical y pactos de adaptabilidad, no implique un retroceso respecto de cómo estaban las cosas al inicio de su tramitación.
*Ex Ministro del Trabajo. Publicada originalmente en The Clinic
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